lunes, 18 de enero de 2010
Crítica en El Placer de la Lectura
Leer la crítica.
domingo, 11 de octubre de 2009
Primer relato
El Cadáver
Al detener el coche frente a la puerta metálica de entrada al terreno, no tuvo la sensación de hacer lo incorrecto en ningún momento. Se bajó con total naturalidad, abrió la verja, regresó al vehículo y lo introdujo en la finca. Se bajó de nuevo y cerró la puerta por dentro. En la oscuridad de aquella noche sin estrellas era difícil que nadie pudiera ver sus movimientos desde el exterior, pero toda precaución es poca en una situación como aquélla donde llevaba el cadáver de su esposa tirado en el asiento trasero.
Abrió la puerta de atrás del coche y el pie izquierdo de Marina, su mujer, cayó como un peso muerto para darle un susto atroz. Las pulsaciones se le aceleraron. Ahora sí que empezaba a notar la tensión de la escena. De golpe se había metido en el papel de enterrador furtivo de fiambres. No por elección propia. Él no era un maltratador ni un exponente más de la creciente violencia de género. El cuerpo sin vida de su mujer había llegado hasta la parte de atrás de su todoterreno negro por accidente. Y él estaba convencido de ello.
La sacó como pudo, agarrándola de los pies y estirando, hasta que la ley de la gravedad impuso su lógica y la escasa fuerza del sepulturero novato no fue suficiente para hacerse con el cadáver. Se desplomó sobre el suelo de la entrada a la finca. El sonido se oyó hueco en la soledad de la noche silenciosa de aquella urbanización de clase media. El corazón se le aceleró aún más.
Pensó en cómo había llegado a ese punto. Estaba escondiendo el cuerpo sin vida de su mujer. Tenía el corazón a mil por hora. Estaba nervioso. Pero no se le pasó por la mente en ningún momento detener aquella locura y llamar a la policía. No le hubieran creído. Un marido contando una historia extraña con final en forma de esposa muerta siempre es difícil de creer para ellos. Y no estaba dispuesto a discutir con nadie ni a enfrascarse en una demostración de su inocencia. Demasiado complejo defender ese caso. Mejor enterrarla. Al fin y al cabo ya estaba muerta y no iba a volver.
Sus ojos pequeños, igual que todas las facciones de su rostro, se empequeñecieron aún más al hacer el esfuerzo de arrastrar a la muerta hasta el jardín que daba a la parte de atrás. Era de locos lo que iba a hacer. Rezaba para que no le viera nadie. Entonces su defensa sí que sería imposible de llevar a cabo. Y buscó una pala que tenía en el garaje.
Nunca se había propuesto cavar un hoyo y no tenía ni la menor idea de cuánto se podría tardar. Al poco de ponerse con la pala supo que tardaría más de lo que había imaginado. No era una buena salida. Tardaría una eternidad en excavar algo lo suficientemente profundo para hacer que el cadáver se olvidara allí para siempre y nadie lo encontrara. Porque ése era el plan. Que nadie supiera nunca más qué había pasado con su esposa. Diría que se había fugado de la noche a la mañana.
La pena que sentiría como hombre abandonado camuflaría las sospechas que sobre su persona pudieran recaer. Denunciaría en comisaría la desaparición de su mujer. O más bien el abandono de hogar. Incluso se haría el ofendido. Nada saldría mal. Hasta lo consolarían y le darían la razón. El colectivo de cuerpos y fuerzas de seguridad del estado nunca se distinguió por su feminismo. Una mujer que dejara a un hombre tirado y con una casa que mantener seguro que no sería bien vista si el marido abandonado interponía denuncia.
Sin embargo, el problema seguía presente en lo negro de una noche que se transformaba en más negra segundo a segundo. Igual que sus pensamientos, que se ofuscaban y no veían más allá de la prisión, pese a saber que su condición de hombre abandonado era un plan perfecto para granjearse las simpatías de la policía. Primero debía deshacerse del cuerpo sin vida. O de lo contrarío las acusaciones de asesinato serían mucho más efectivas que su plan. Decidió rechazar la opción de enterrarla. Demasiado esfuerzo y posiblemente la escasa profundidad que lograría no sería suficiente para conseguir que los gusanos se comieran los restos de su difunta esposa.
Ni siquiera recordaba ya que era inocente y que la despedida del mundo de los vivos de su mujer se debía tan sólo a un accidente. Buenas horas para reaccionar. Ya no había vuelta atrás, y si no se libraba del cuerpo antes de que amaneciera, todo lo que había ideado referente al abandono no tendría ningún tipo de lógica. Tenía que decidir con rapidez. Y ponerse manos a la obra.
Recordó que junto a la pala había un hacha para cortar leña. Ahora se arrepentía de no haber hecho caso a Marina cuando le dijo que compraran una sierra mecánica. Sería perfecta para descuartizarla. Excesivo ruido para las horas de la noche que eran, pero completamente útil para reducir a pedacitos los sesenta quilos de esposa que yacían sobre el suelo de la entrada a la finca. Seguía sin ideas.
El hacha suponía más o menos el mismo esfuerzo que intentar enterrarla, pero con el añadido de que además de descuartizarla luego tendría que llevar los trozos a algún sitio para que unos perros salvajes se los comieran o quizá un camión de la basura los triturara. El hacha era peor invento que la pala. Más complicado aún. Pero la noche seguía su lento progresar y cada vez quedaba menos para el amanecer.
El garaje siempre había sido un hervidero de productos extraños que Marina había ido acumulando allí. Se le pasó por la cabeza la posibilidad de que su esposa dejara alguna garrafa de salfumán, quién sabe con qué intención, así que se puso a buscarla como un desesperado. Con unos cuantos litros de ese producto podría hacer desaparecer el cuerpo. Lo rociaría y dejaría que poco a poco se comiera la carne. Hasta que no quedara más que una masa entre líquida y sólida que nunca se sabría lo que era. Entonces le podría ser útil la pala para cavar un pequeño hoyo donde dejar que la química hiciera su trabajo.
Buscó por todo el garaje. Lo puso patas arriba. Y el único bote que encontró fue uno de aguarrás caducado. Poco para reducir a la nada tanta masa corporal. Su decepción empezaba a ser patente. Quizá debería retomar la primera opción. La pala le sonreía en el sudor de la noche dentro del garaje. Los nervios y el frenético movimiento en busca de algo útil para hacer desaparecer el problema le humedecieron las axilas. La espalda estaba empapada. La camisa se le pegaba al cuerpo. Estaba pegajoso, pero ni se fijó en las señales mojadas de su ropa.
La vena del cuello se le hinchaba a cada latido del corazón. La sangre la recorría con furia y se dio cuenta de que estaba a punto de que le diera algo peor que un ataque de ansiedad. Entonces reparó en la cantidad de líquido que le recorría el cuerpo y el olor de su ropa. Parecía que acabara de salir de la lavadora pero en lugar de suavizante hubiera echado mierda de perro. Suspiró con resignación. Salió del garaje. Agarró la pala con fuerza. Resopló. Tendría que hacer el esfuerzo que llevaba toda la noche intentando esquivar.
Tras un par de paletadas se detuvo. Ese no era el camino. Soltó con desgana la pala. Se palpó el bolsillo del pantalón y notó el móvil. Introdujo la mano y lo sacó. Sonrió levemente y suspiró de nuevo. Esta vez fue un suspiro de mala leche. No se resignaba. Se cagaba en la pala y en el hoyo que estaba haciendo. Y se cagaba en el cadáver que intentaba esconder. Y en las malas lenguas que imaginó que le acusarían de malos tratos si aparecía en comisaría explicando que se había encontrado a su esposa tirada en el suelo con una brecha en la cabeza que le recorría la frente de punta a punta. Se cagó en el miedo que tuvo al verla sobre el charco de sangre.
Si él no era un maltratador, ¿por qué pensó que le acusarían de malos tratos? Era inocente. Aunque ahora ya no. Ahora era un marido cavando la tumba de su esposa muerta. En la noche furtiva. A escondidas. Como si hubiera hecho algo indebido y tratara de solucionarlo. O por lo menos de esconder el problema. Ahora el problema era imposible de esconder. No podía cavar dos metros bajo tierra. Tampoco podía enterrar a su esposa. Él no era un asesino. Ni un enterrador. Aunque lo único que ya no era, a estas alturas, era inocente.
Los primeros rayos de luz de la mañana le saludaron desde el otro lado de la montaña. Continuaba con la ropa empapada, pero menos. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba allí parado. Con un pie metido en la diminuta tumba que había dejado a medio cavar. El sudor de su cuerpo se había esfumado. Ahora estaba pegado a su piel. Pero la camisa continuaba mojada. Y su inocencia seguía en paradero desconocido. Sabía que ya no tenía nada que hacer.
Miró el cuerpo desangrado de su mujer. Estaba lleno de tierra. La sangre de la frente ya se había secado. Parecía una masa enorme de caramelo de fresa. Aunque no tuvo ganas de lamerlo. Tuvo ganas de llorar. Pero se contuvo. Todavía tenía el móvil en la mano. Lo miró y suspiró. De nuevo fue con aire de resignación. Infló sus pulmones y marcó el 091. Entonces sí que rompió a llorar.
Últimos suspiros
ÚLTIMOS SUSPIROS
Autor Marcos Moreno
ISBN/ISSN 9788493744304
Editorial Eldalie Publicaciones
Páginas 128
Reseña. Hay una cosa que nos conecta a todos en esta vida, y eso es la Muerte... Pasando de lo trágico a lo irreverente, de lo personal a lo ajeno, de lo crudo a lo surrealista, esta obra nos presenta una serie de historias cortas que muestran desde diversos enfoques la forma de percibir ese fatídico encuentro.